Si pudiera elegir un momento, sería el día en que nos conocimos.
Tan desaliñado con tu cigarro en mano, con tu pensamiento en otro universo pero tu mirada fija en la tierra. Cantabas a tu ritmo, te movías a tu estilo. No podía dejar de mirar tu extraño y singular ser. Por suerte, alguien más te conocía y me pusieron delante tuyo para saludarte. Así fue, que pude darte un primer beso: en la mejilla. Sentir tu mirada fija en mi y hablar como si te conociera desde mi anterior vida fue... podríamos decir... pura magia.
A partir de ello, las coincidencias fueron muchas. Las charlas infinitas. Las salidas interminables. Los coqueteos indescriptibles: eras para mí y yo claramente era para ti.
Han pasado unos días de aquel efímero momento. El teléfono dejó de sonar, los encuentros dejaron de pasar ¿estarás en otro universo?
Mientras la lejanía, brota en mi una sensación de ansiedad y abstinencia; pienso en aquel momento en el que te conocí, diferentes escenas en una cadena multiversal, de esas que cualquier singular detalle lo cambia todo. Me pregunto: si yo no te hubiera sonreído, si yo no te hubiera sostenido del brazo, si yo no hubiera cruzado mis brazos al contorno de tu cuello, si yo no me hubiera acercado a tu cintura. Si yo no hubiera pasado los días escribiéndote ¿tú te hubieras fijado en mi?
Tener la ligera sospecha de que esa pura magia, como
lo llamo yo, no hubiera pasado si no te hubiera sonreído, me echa en la
terrible idea de que la magia nunca existió. El elegir de todos los momentos el
día que te conocí, y que de eso solo existan mi imaginación y yo, me carcome. Tal vez es crédulo pensar
que aquella noche de luna llena tuviste algo que ver, tuviste intenciones de
ser, tuviste la proyección de estar.
Finalmente, aún elijo ese momento; que mis fantasmas
internos peleen un rato queriendo tener la razón de qué quisiste o no. Jamás lo
sabremos.